Alba Gamarra nació hace 35 años en el municipio de Magangué, el segundo más importante del departamento de Bolívar, conocido popularmente como la ciudad de los ríos, pues allí dos de los afluentes más importantes de Colombia, el Cauca y el San Jorge, desembocan en el río Magdalena, previo a su encuentro con la inmensidad del océano Atlántico. 

 

Una suerte de puerto, acogedor y cálido desde todo punto de vista, que nunca ha dejado de ser su hogar, a pesar de que tuvo que migrar de allí hace veinte años empujada por las necesidades que imponen la sumatoria de pobreza y violencia.   

 

Y lo hizo en la edad que muchas niñas suelen celebrar su paso de la infancia a la juventud rodeadas de amigas, bailando un vals con sus padres y vestidas de princesas. A sus quince años esta adolescente viajó a Barranquilla, a casi 300 kilómetros de su ciudad natal, para comenzar con su vida laboral como empleada doméstica.  

 

Catorce años más tarde, ya con la responsabilidad de ser madre, Alba tomó la decisión de trasladarse para Medellín, mucho más lejos aún de su querido Magangué, guiada por la convicción de hallar una oportunidad laboral mejor remunerada y más estable, pues hasta entonces había tenido que sortear la incertidumbre que asoma a diario con el trabajo informal. Hoy en día,
Alba hace parte de la Unión de Trabajadoras Afrocolombianas del Servicio Doméstico (UTRASD), organización aliada y beneficiada por Programa Inclusión para la Paz de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), implementado por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), la cual le ha apor tado gran valor a su vida.

 

Una apuesta osada, pero que trajo consigo sus réditos. Fue allí, y desde el 2014, donde encontró una casa que decidió adoptarla en lo que ella denomina un entorno acogedor y familiar. Un lugar donde dice le tienen prohibido dirigirse a sus empleadores por una palabra diferente que no sean sus nombres, “porque dicen que me quieren ver siempre como una persona igual a ellos y si les digo patrones se empezará a abrir una brecha innecesaria”, manifiesta Alba con su voz siempre alegre. 

 

Un espacio en el que prevalece la posibilidad de diálogo abierto y respetuoso. Tanto así que con la declaratoria mundial de la emergencia de salud pública por la expansión del Coronavirus (COVID-19), fue ella la que le propuso a sus empleadores internarse como empleada permanente, mientras pasa la contingencia.  Lamentablemente, algo impensado en muchas familias donde aún se mantiene una estricta relación vertical entre “jefes” y “empleadas” en la que solo se escucha y cuenta la voz de los primeros. 

 

“Aquí estoy obligada a crecer”, afirma Alba en alusión a la situación que la cobija, pues es consciente que lo que hace veinte años comenzó como una alternativa en medio de la resignación, hoy es una oportunidad en cuanto goza de un trabajo doméstico digno del que aún no disfrutan miles de mujeres en Colombia. 

 

Y seguramente ella lo entiende como una obligación, desde un punto de vista ético, porque sabe que oportunidades como la que están brindando sus empleadores para que culmine su bachillerato es el escenario perfecto para desarrollarse personalmente y así constituirse en un ejemplo para sus cuatro hijos varones; quienes cada diciembre la esperan con nostalgia en su natal Magangué para celebrar juntos la navidad, gracias a que es la fecha elegida por ella para disfrutar de sus vacaciones. 

 

“Me siento feliz de haber encontrado un lugar en el mundo donde me valoren por mi trabajo y me sienta en igualdad a todas las personas con las que comparto a diario”, concluye Alba, quien agrega que debe finalizar la conversación de esta tarde de domingo porque la familia para la que trabaja está preparando un asado y ya la están llamando.  Allí su única tarea será sentarse a comer y a jugar parqués.